Pocas veces una consulta médica resultaba tan agradable como cuando iba con mi antiguo oftalmólogo. Su consultorio estaba en frente a la Alameda, en un viejo edificio que en el pasado había estado lleno de médicos y especialistas pero que poco a poco fue cayendo en el olvido. Entrar ahí era como viajar en el tiempo, en una sala de recepción de paredes color ocre, sillas pasadas de moda y un escritorio vacío que ya no tenía secretaria, pues los pacientes ya eran muy pocos. Sobre una mesa había un montón de viejas revistas médicas y una que otra de chismes de la farándula, con noticias pasadas como el romance de Luis Miguel con Aracely Arámbula.
Tocabas la puerta y el doctor salía a recibirte. Un médico anciano, de anteojos, canoso y con voz amable y calmada. Tenía en su escritorio, más revistas médicas, diplomas, certificados y adornos de mesa, todo desordenado y en las paredes colgaban gráficas sobre globo ocular. De su cajón sacaba unas fichas bibliográficas, en las cuales anotaba no solo la historia clínica, sino la historia personal de cada paciente. Así él te trataba no solo como un simple paciente más, sino como persona, sabía cómo me llamaba y cuál era mi profesión, me preguntaba por mi familia, por como me había ido en mi trabajo, o cómo me fue en mis últimas vacaciones... y todo anotaba meticulosamente, para que en la próxima visita tuviéramos un tema que conversar.
Después me pasaba a un cuarto donde tenía todos sus aparatos, y una estantería llena de miles de frasquitos, de pared a pared, que sólo él conocía qué medicamento contenían. Apagaba las luces y dejaba solo una lámpara encendida. Yo me sentaba en el sillón y él proyectaba en la pared las letras en diferentes tamaños para que yo las leyera mientras él cambiaba la graduación de las lentes. Tenía siempre encendido, eso sí, un viejo radio que siempre estaba sintonizado en la misma estación, Stereo Hits, la cual transmitía música de los años ochentas. En esos ratos escuchaba a artistas como Daniela Romo, Dulce, Roberto Carlos, José José y otros tantos que no conocí.
Después el doctor me revisaba con sus lámparas especiales la retina, el iris y todo lo que integra el ojo. Me pasaba a otros aparatos, y anotaba todo en sus fichas bibliográficas.
Al final volvíamos a su escritorio y me daba la receta para mi nueva graduación. Platicaba un rato, con esa voz calmada y serena, y al salir quedaba un aire de nostalgia y soledad en su consultorio. Trabajaba solo por pasatiempo, pues no tenía necesidad, era su distracción.
Un día volví y ya no estaba.
Llamé a su casa. Y me dijeron que había fallecido el año pasado.
Lamenté su pérdida, pocas veces uno se encuentra con médicos de confianza.
Fui con un nuevo oftalmólogo. Pero él no tiene el mismo trato. Un tipo frío.
Ni siquiera se aprendió mi nombre.
Tocabas la puerta y el doctor salía a recibirte. Un médico anciano, de anteojos, canoso y con voz amable y calmada. Tenía en su escritorio, más revistas médicas, diplomas, certificados y adornos de mesa, todo desordenado y en las paredes colgaban gráficas sobre globo ocular. De su cajón sacaba unas fichas bibliográficas, en las cuales anotaba no solo la historia clínica, sino la historia personal de cada paciente. Así él te trataba no solo como un simple paciente más, sino como persona, sabía cómo me llamaba y cuál era mi profesión, me preguntaba por mi familia, por como me había ido en mi trabajo, o cómo me fue en mis últimas vacaciones... y todo anotaba meticulosamente, para que en la próxima visita tuviéramos un tema que conversar.
Después me pasaba a un cuarto donde tenía todos sus aparatos, y una estantería llena de miles de frasquitos, de pared a pared, que sólo él conocía qué medicamento contenían. Apagaba las luces y dejaba solo una lámpara encendida. Yo me sentaba en el sillón y él proyectaba en la pared las letras en diferentes tamaños para que yo las leyera mientras él cambiaba la graduación de las lentes. Tenía siempre encendido, eso sí, un viejo radio que siempre estaba sintonizado en la misma estación, Stereo Hits, la cual transmitía música de los años ochentas. En esos ratos escuchaba a artistas como Daniela Romo, Dulce, Roberto Carlos, José José y otros tantos que no conocí.
Después el doctor me revisaba con sus lámparas especiales la retina, el iris y todo lo que integra el ojo. Me pasaba a otros aparatos, y anotaba todo en sus fichas bibliográficas.
Al final volvíamos a su escritorio y me daba la receta para mi nueva graduación. Platicaba un rato, con esa voz calmada y serena, y al salir quedaba un aire de nostalgia y soledad en su consultorio. Trabajaba solo por pasatiempo, pues no tenía necesidad, era su distracción.
Un día volví y ya no estaba.
Llamé a su casa. Y me dijeron que había fallecido el año pasado.
Lamenté su pérdida, pocas veces uno se encuentra con médicos de confianza.
Fui con un nuevo oftalmólogo. Pero él no tiene el mismo trato. Un tipo frío.
Ni siquiera se aprendió mi nombre.