Iba a poner aquí un epígrafe, la sesuda reflexión de Kierkegaard, por ejemplo, algo sobre ética o estética, sobre la elección y la existencia, eso en lo que se circunscribe nuestra humanidad. Todo adolescente sabe lo que es enfrentarse a ese dilema existencial, incluso aunque no haya leído a ningún filósofo en su vida. Ya lo refería Heidegger, ser humano significa ya filosofar. Estas crisis, entonces, no solo son posibles en cualquier persona, sino inevitables.
Claro que hay niveles de abstracción distintos y, por tanto, diversos alcances de dichas reflexiones. Y, bueno, cito la adolescencia porque es la etapa de la vida en la que rompemos con los padres, nos peleamos con el sistema y nos autodefinimos. Y todos, por cierto, pasamos por ahí –algunos creo que nunca logramos salir completamente–.
Acaso muchos escritores siguen cobijando en su interior a ese muchachito o muchachita que alguna vez fueron, con el pelo sobre la frente o una guitarra al hombro o libros bajo el brazo o en una pista de baile… que intentaba vérselas con la vida, entender el mundo de los afectos, comprender sus propias rarezas. Y más cuando eres en realidad raro, cuando tienes la cualidad de saborear los colores, como Vera, o de recordarlo todo, como Raúl Lavigne.
Iba, pues, a enfrascarme en e-lu-cu-bra-cio-nes metafísicas y filosóficas, como corresponde a cualquier intelectual, y luego me pregunté: ¿Para quién estoy escribiendo?, ¿qué es lo que verdaderamente necesito decir acerca de esta novela, que es la historia de una muchacha con sinestesia viendo la realidad de manera diferente y ya?, ¿le doy un enfoque de inclusión o de equidad o de… qué?, ¿y eso qué dice sobre mí misma?, ¿le responde algo al lector? –ya ven cómo es inevitable filosofar–.
Entonces me propuse decir algo más bien sencillo pero no carente de profundidad. Y esto, al final de cuentas no es tan fácil como parece. Las reflexiones más hondas acerca del ser pueden suscitarse desde escenarios, palabras y personajes que no revelan a primera vista esta complejidad, que se nos antojan ordinarios. Que son como nosotros.
Debajo de cada cosa ordinaria subyace lo extraordinario. Esto es, al menos, lo que me parece que transmite Rocío Ramírez Castillo, una novelista astutamente disfrazada de contadora y, por si fuera poco, también de abogada. Por eso ella comprende tan bien a Vera, quien ha aprendido a ocultar esa cualidad suya de tener los sentidos cruzados. Esta joven tan especial que ve colores en los sonidos y siente texturas con las figuras geométricas sabe que para encajar en las sociedad hay que rechazar cualquier cosa de uno mismo que parezca singular o extraña.
Claro que Rocío no rechaza su Yo artístico, ha aprendido, de hecho, a integrarlo a su totalidad como mujer y como profesionista, y sin duda puede decirnos muchas cosas interesantes acerca de los sinsabores, dudas y tropiezos que se van dando en este proceso del autoconocimiento y de aceptación de uno mismo. Nos lo relata con amenidad, situándonos en un contexto en el que, aunque existen los celulares, también hay lugar para estar con tu mejor amigo, tu novio o con el chico que te cae mal compartiendo miradas, sonrisas, sueños. Entonces sí que se activaban los sentidos.
Algo hay de inocencia en esto. También aparecen la decepción y el desamor, esa historia que todos conocemos porque a todos nos han roto el corazón. Pero Rocío no escribe desde la fatalidad ni nos muestra a un personaje que terminará echándose sobre las vías del tren o comiendo arsénico, sino a un personaje de nuestra época, una chica que va construyendo su identidad asertivamente y encara el futuro, todavía muy largo e incierto, con música y buen humor.
Yo diría que Ojos sabor a menta es una novela que puede insertarse completamente en el lenguaje de la posmodernidad, amena, que se lee con ligereza, tal como nos lo hubiera recomendado Juan José Millás –parafraseo–, como una manera no de retratar la realidad, porque esto que vemos no puede ser la realidad, sino para encontrarla, precisamente, para abrir una fractura en este abismo en el cual vivimos –el cual creemos que es “lo real”– y ver del otro lado. No todas las personas son conscientes de ese otro lado, esa dimensión donde existimos de una manera más esencial que aquí. Por fortuna, entre el baile de máscaras habita quien tiene esa rara cualidad de ver más allá de lo que nuestros sentidos perciben.
Marisol Vera Guerra es psicóloga, escritora, dibujante y editora.
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