martes, 25 de diciembre de 2012

25 de diciembre

La navidad en Monterrey fue calurosa y llena de viento, mucho viento. Es raro estar en diciembre, y que el termómetro marque más de veinte grados. Los regios no conocemos la nieve.

Me levanté tarde y salí a caminar al parque. Las calles estaban vacías. Ni un solo coche, ni una sola persona. Todos dormían o almorazaban el recalentado de la cena navideña. El sol estaba alborotado, brillante, y había mucho aire que levantaba las hojas en torbellinos, sacudía las copas de los árboles con violencia, hasta dejarlos calvos. Un par de niños salieron a estrenar los juguetes que les trajo Santa Clos: un par de patines y una bicicleta. Yo no tenía juguetes, pero me sentí como niña. Me alejé de las banquetas y pisé el césped del parque cubierto de hojas secas, sólo para sentir su crujido como papitas fritas bajo mis pies. De pronto, los anteojos se convirtieron en un objeto estorboso, en una prótesis inútil, y me los quité. Me sorprendió ver cómo por unos minutos mi miopía había desaparecido. Veía todo muy claro, muy nítido, los colores eran más brillantes, las formas eran más definidas, incluso podía apreciar los bordes de las hojas. Otra vez tenía la mirada limpia, y mi mente se acalló. Ya no tenía esos pensamientos cargados de ansiedad sobre el futuro o el pasado. Estaba en silencio, escuchando cómo el viento furioso y los árboles producían un sonido semejante a las olas del mar, y las hojas secas bailaban alrededor de mí como mariposas. Levanté la mirada, y un colibrí pequeñito bebía néctar de las últimas flores. 

Seguí caminando en medio del sol, el viento, y las hojas secas, y me dí cuenta que el invierno había llegado a su manera. Al estilo regio. Bravo, caliente y extremoso.