sábado, 2 de julio de 2011

Crónica de un viaje a Italia. 3era. parte

Me quedé sobre la cama, pensando. Caray, ya estaba en Italia, y todavía no me la creía. Y estaba en aquella habitación, exclusivamente para mí. Me extendí sobre la gran cama, y para conciliar el sueño, me puse mi ipod para sintonizar la radio de allá. Siempre había tenido curiosidad por saber cómo eran los programas de radio en ese país. Escuché a un par de muchachos que contestaban las llamadas del público, y se echaban carrilla entre sí. No entendí gran cosa, pero la risa de ellos era contagiosa. Finalmente, me dormí.

A la mañana siguiente desperté, y bajé al tomar el desayuno. Jugos, pastelitos, baguettes con carnes frías. Un mesero amablemente me sirvió café capuchino. Luego, pregunté al guía local, que más que guía sólo era un señor que daba informes, sobre qué lugares me recomendaba visitar en Milán.

Estaba un poco preocupada sobre cómo moverme en aquella gran ciudad, y tenía miedo de perderme. Le pedí a Dios que me acomodara las cosas de tal manera en que todo saliera bien. Y justo cuando ya me había colgado mi mochila al hombro para salir a la calle, el guía me dijo que un par de señores iban a ir precisamente a la catedral del Duomo. De inmediato corrí hacia ellos, me presenté, y les pregunté si podía acompañarlos. Éstos me respondieron que sí, así que me uní a su recorrido.

Se trataba de un matrimonio de señores grandes, provenientes de Valencia, España. Habían llegado un día antes que yo, así que ya estaban familiarizados con la ciudad. Me fui con ellos en el metro, y ellos me explicaron cómo era la ruta. Ahí aprendí que cuando te mueves en el metro, conviene pagar un pasaje por día, en lugar de por viaje.

Llegamos a la estación del Duomo, y Milán me recibió con una enorme catedral, inmensa, de mármol rosa, arquitectura gótica, y con grandes vitrales, coronada con pináculos y agujas o chapiteles llenos de figuras de santos y ángeles.
Mientras admiraba la catedral, y tomaba fotos, se nos acercaron vendedores ambulantes, unos negros africanos. Uno de ellos me vio cara de turista, y me amarró un hilo de colores, aún y cuando yo le decía que no. Él insistió en amarrármelo, diciéndome que era un regalo. Pero qué regalo ni que nada, apenas hizo el nudo, extendió la mano, y me quiso cobrar un euro. ¡Mira que ladino salió el negro! Y lo peor era que ya no podía devolvérselo porque me lo había amarrado. Entonces le di una moneda de 50 euros, y aún así se molestó. Pues ni modo, yo no iba a feriar mi billete de 100 euros por un pinche hilo, antes diga que le di algo.

Así que aprendí que para la otra, no caería en el juego. Es más, ni siquiera hay que mirarlos, porque una vez que haces contacto visual con ellos, es muy difícil quitártelos de encima, a fuerza te quieren vender cosas.

Seguimos tomando fotos. Del lado derecho de la catedral estaba la tiendita de Tommy Hilfiger, que tenía forma de casita con una cerca. Dentro de ahí estaban un hombre y una mujer. No sé si eran vendedores o modelos, pero el hombre estaba guapísimo. Así que me tragué mi timidez, y le pregunté si podía tomarme una foto con él, y me dijo que sí, jeje.

Los viejitos y yo entramos a la catedral. Admiramos la bóveda, las pinturas, los mosaicos del suelo, los vitrales. El par de señores tenían una energía impresionante, con decir que ella caminaba más aprisa que yo. De hecho, ella tuvo la idea de subir al techo de la iglesia. Pagamos el acceso al elevador, y allá vamos. Desde ahí la vista panorámica es impresionante.

Luego fuimos al castillo Sforzesco, el cual es una construcción medieval con unos jardines bellísimos. Saliendo de ahí, nos fuimos a la Galería Vittorio Emanuelle II, que es donde están todas las tiendas de los grandes diseñadores: Dolce e Gabbana, Versace, Armani, Roberto Cavalli, Salvatore Ferragamo, etc. Por algo dicen que Milán es la capital de la moda. ¡Pero todo está carísimo! Un simple par de zapatos costaba 700 euros. Así que es obvio decir que ahí no compré nada.

Regresamos en metro al hotel, pero los señores me recomendaron no irme de Milán sin antes visitar la Estación Central del Tren.

Sentí un poco de nervios, pues eso implicaba que yo me bajaría antes, y ellos continuarían el trayecto hacia el hotel. Pero ya andaba por esos lugares, y no podía perdérmelo, así que bajé y entré a la estación, la cual estaba igual de inmensa e impresionante.

De ahí volví a tomar el metro, y regresé al hotel, donde ya estaba el grupo aguardando la llegada del autobús que nos llevaría a la siguiente ciudad.