Estaba en el consultorio de una homeópata porque andaba medio enfermilla de una alergia, y mientras esperaba mi turno entró un hombre de unos treinta y tantos, también venía a consultar. Le preguntó a la doctora si tenía tratamiento para la pérdida de cabello. Ella le dijo que sí, que vendía un shampoo para eso, pero que si la persona sufría mucho estrés entonces que además ella tenía que recetarle otros medicamentos para eso, es decir, para el estrés.
Y si nos ponemos a pensar, en esta década me ha tocado ver más hombres calvos jóvenes que cuando era niña. Cuando era niña, los señores calvos generalmente eran los abuelitos, los señores de cincuenta para arriba. Ahora es muy común ver a chavos de 28, 29 y treinta y tantos totalmente calvos. Desafortunadamente, esto ya no es exclusivo de los hombres. También las mujeres, aunque no nos quedamos totalmente calvas, sufrimos de pérdida de cabello, ya no se ven esas cabelleras abundantes de antes.
Y es que en estos tiempos el estrés es una norma de vida. Antes la gente se estresaba si ocurría algún accidente, o alguna muerte o una guerra. Pero ahora es algo cotidiano. Estamos estresados por todo. Al manejar un coche, al intentar llegar a tiempo a un lugar, los papás están estresados por todo lo que les sucede a los hijos, o en nuestros trabajos sufrimos mucha presión. De hecho ya es un requisito que los reclutadores ponen en los avisos de ocasión: Que tenga tolerancia a la frustración y que le guste trabajar bajo presión. En pocas palabras, ya es una norma social vivir bajo estrés.
Claro que hay alternativas para disminuir el estrés. Pastillas, tés, yoga, música relajante, respiración pausada, etc. Pero como alguien dijo una vez: ¿De qué me sirve hacer todo eso si cuando llego al trabajo mi jefe me vuelve a estresar?
Es decir, si no eliminamos la causa del estrés, siempre estaremos así. Yo creo que lo mejor es adoptar la actitud vale madres, o sea, si nos equivocamos, si nos regañan, si no alcanzamos a hacer todo lo que teníamos planeado, entonces tomarlo con calma, no darle importancia. Con estresarnos no resolveremos nada y solo perjudicaremos nuestra salud.
Y si nos ponemos a pensar, en esta década me ha tocado ver más hombres calvos jóvenes que cuando era niña. Cuando era niña, los señores calvos generalmente eran los abuelitos, los señores de cincuenta para arriba. Ahora es muy común ver a chavos de 28, 29 y treinta y tantos totalmente calvos. Desafortunadamente, esto ya no es exclusivo de los hombres. También las mujeres, aunque no nos quedamos totalmente calvas, sufrimos de pérdida de cabello, ya no se ven esas cabelleras abundantes de antes.
Y es que en estos tiempos el estrés es una norma de vida. Antes la gente se estresaba si ocurría algún accidente, o alguna muerte o una guerra. Pero ahora es algo cotidiano. Estamos estresados por todo. Al manejar un coche, al intentar llegar a tiempo a un lugar, los papás están estresados por todo lo que les sucede a los hijos, o en nuestros trabajos sufrimos mucha presión. De hecho ya es un requisito que los reclutadores ponen en los avisos de ocasión: Que tenga tolerancia a la frustración y que le guste trabajar bajo presión. En pocas palabras, ya es una norma social vivir bajo estrés.
Claro que hay alternativas para disminuir el estrés. Pastillas, tés, yoga, música relajante, respiración pausada, etc. Pero como alguien dijo una vez: ¿De qué me sirve hacer todo eso si cuando llego al trabajo mi jefe me vuelve a estresar?
Es decir, si no eliminamos la causa del estrés, siempre estaremos así. Yo creo que lo mejor es adoptar la actitud vale madres, o sea, si nos equivocamos, si nos regañan, si no alcanzamos a hacer todo lo que teníamos planeado, entonces tomarlo con calma, no darle importancia. Con estresarnos no resolveremos nada y solo perjudicaremos nuestra salud.
Todo ocurrió muy rápido. Una noche de luna llena, él salió de una fiesta. Cuando iba a su coche descubrió a un perro callejero que olisqueaba la llanta, con intenciones de orinarse ahí. Francisco le gritó “Sshhskale, váyase de aquí”. Pero resultó que el perro no era perro, era un hombre lobo, que le gruñó y le mostró los dientes. Francisco tragó saliva. Hubiera sido muy útil traer consigo una pistola con balas de plata, ¿pero pues quién se iba a imaginar que había hombres lobo rondando por su vecindario?
Su mente racional le aconsejó quedarse quieto y mostrar autoridad, así como César Millán amaestraba a sus perros casi como por arte de magia y se preguntó si ese truco funcionaría con los hombres lobo, por lo que le chistó y le ordenó que se sentara. El hombre lobo se enojó más. Así que ¡al demonio con los trucos de César Millán! Francisco se echó a correr. Pero como también los hombres lobo olían el miedo, al ver a Francisco correr, se fue tras él, ladrándole y aullándole. Y Francisco corría, a como podía, pues tenía años de no hacer ejercicio y una panza cervecera que pesaba como veinte kilos. Se lamentó de no haber hecho la dieta que le impuso su hermana la nutrióloga y de haber abandonado el gimnasio inmediatamente después de pagar la anualidad. Si al menos hubiera adelgazado, habría tenido mejor condición física para huir de aquel hombre lobo que ahora lo perseguía.
Y llegó lo inevitable. Francisco se paró, jadeando y sin aire, y el hombre lobo lo mordió.
Francisco llegó a su casa, adolorido y cansado. Se miró la herida en la pantorrilla. Se desinfectó con alcohol e imploró que el hombre lobo no tuviera rabia porque él no quería ponerse inyecciones. Aunque luego se dio de topes en la cabeza. ¿Se preocupaba por la rabia en lugar de preocuparse por convertirse en un hombre lobo? Qué tonto.
Al día siguiente, Francisco despertó como si nada. De su aventura de la noche anterior solo quedaba la resaca y el dolor de la mordida, pero no era tan intenso como para faltar al trabajo, así que se vistió y se fue a la oficina. Allá le platicó a Adrián, su amigo, lo que le había pasado después de la fiesta. Como era de esperarse, no le creyó y le dijo que probablemente lo había alucinado de tan borracho que estaba.
Francisco pensó que tal vez su amigo tenía razón y dio por olvidado el asunto. Sin embargo, una serie de extraños síntomas ocurrieron después. El vello y la barba se volvieron más abundantes, las uñas le crecieron y sentía un irresistible antojo a la comida para perro y un odio a los gatos. ¿Eso era normal?
Como sus cambios se estaban volviendo más evidentes, decidió consultar con un médico pero éste le dijo que no atendía ese tipo de casos así que fue con un veterinario. Éste, después de una serie de análisis, concluyó que efectivamente se estaba convirtiendo en un hombre lobo y que no había cura para eso más que suicidarse con una bala de plata. Sin embargo, le dijo que no se preocupara ya que los hombres lobo se estaban poniendo de moda gracias a Stephenie Meyer y sus novelas de Crepúsculo y que eso lo haría muy popular entre las mujeres.
Resignado, Francisco volvió a su casa, aunque también pensó en la posibilidad de atraer más mujeres con su nueva transformación. Se imaginó como un hombre lobo velludo, fuerte y musculoso, con un abdomen de lavadero. Sería la envidia de los demás.
Y marcó cada día del calendario, esperando la luna llena con ansias, hasta que finalmente llegó. Y… ¡oh sorpresa!, no se convirtió en el hombre lobo que imaginaba. Seguía siendo flácido y panzón pero con la diferencia de que ahora estaba lleno de pelo.
Aun así tuvo suerte. Las mujeres al verlo exclamaron ¡Qué bonito perrito!, ¡Ternurita!, ¡Cosha!, y lo abrazaban, le hacían piojito y en invierno le tejían suéteres de colores.