Casi nadie sabe, pero la primera vez que me tomé muy en serio el oficio de ser escritora comenzó cuando tenía 8 años, más o menos. En aquel entonces yo estaba leyendo en el periódico que habría un concurso de cuento infantil, organizado por el ya desaparecido museo de Cervecería. La mecánica consistía en asistir a la exposición de Remedios Varo, y escribir un cuento inspirado en una de sus obras.
Esa vez le rogué a mis papás que me llevaran y ellos accedieron. Así que fuimos. De hecho esa fue la primera vez que visité un museo.
Debo decir que la obra de Remedios Varo me fascinó y me atrapó desde el primer instante. De hecho sigue siendo mi pintora favorita.
La pintura que yo elegí fue esta.
Y aunque ya no recuerdo como iba el cuento, creo que mas o menos se trataba de una niña que entraba a una casa embrujada, donde la silla donde se sentaba tenía un fantasma atrapado que la sujetó de los brazos y no la dejaba salir. Al final la niña se hacía amiga del fantasma.
Pero cuando me enteré que no gané, recuerdo que me sentí muy triste y me puse a llorar. Desde entonces me propuse que trabajaría mucho por convertirme en una gran escritora, y así fue, desde entonces escribí cuadernos con muchas historias, y ahora últimamente llevo 5 libros autopublicados.
Hace unas semanas, me enteré de una convocatoria del museo Marco, para escribir un cuento sobre la obra de Leonora Carrington (que curiosamente, es el mismo estilo de Remedios Varo).
Obviamente participé, pensando que ahora sí me reivindicaría y ganaría.
Pero... otra vez no gané.
Esta vez no lloré, pero no pude evitar sentirme algo triste por dentro. O tal vez es mi niña interior la que está llorando porque no ganó.
Anyway... les comparto el cuento.
FRAGMENTADO
El día que el mago Zoroastro viajó al desierto se encontró consigo mismo. No de manera
metafórica: literalmente se encontró a sí mismo.
El encuentro fue tan incómodo como inquietante. Ocurrió en el pueblo fantasma del
desierto de Gumlom, mientras el mago Zoroastro caminaba en el mercado y los animales
etéreos flotaban sobre los techos de las casas, evaporándose con las nubes.
––¡Hola! ––gritó su otro yo –– ¡Cuánto tiempo!
––Hola ––saludó el mago Zoroastro a su imagen.
––¿No me recuerdas? ¡Soy tú! ––exclamó su otro yo, antes de soltar una sonora
carcajada.
El mago estaba desconcertado. En verdad no lo recordaba.
Su otro yo lo jaló del brazo y le dio un fuerte abrazo, como quien encontrara a un pariente
que no ha visto en años. Pero el mago Zoroastro seguía confundido.
––¿Dónde habías estado todo este tiempo? ––le preguntó su otro yo.
––Eh… siempre he estado en el mismo lugar.
––¿Hace cuánto que no nos veíamos? ¿Hace diez años? No, ¿quince años?
––Eh… no sé.
––Ya sé. Fue hace diecisiete años que dejaste de hablarme. Es una lástima. Nos
llevábamos tan bien…
El mago Zoroastro se rascó la cabeza, confundido. No recordaba a su otro yo, de hecho
era tan diferente a él que no podía creer que fueran uno mismo. Zoroastro era un
reconocido sabio. Vestía una sencilla túnica verde con sandalias de cuero. Su rostro
usualmente reflejaba paz y serenidad, y se jactaba de ser un hombre disciplinado y
estudioso de los pergaminos de la sabiduría. Hasta que un día se despertó vacío. Su
mente estaba llena de conocimientos y hechizos, pero el corazón había desaparecido. Así
que salió en su búsqueda, pensando que lo encontraría por ahí, debajo de una piedra,
escondido en el brillo de una estrella o en el beso de alguna dama.
Pero por más que buscó su corazón, no lo encontró por ningún lado. Así que preguntó a
los demás si acaso lo habían visto, y un hombre de capa negra montado en un león
blanco le sugirió que viajara al desierto de Gumlom, porque en Gumlom van todas las
cosas que se han perdido, como la infancia, la inocencia o el tiempo.
Fue ahí cuando se encontró a sí mismo, a su otro yo. Blanco, parlanchín, irreverente,
poeta y aventurero.
Su otro yo soltó una carcajada. Su risa se sembró en la tierra y de ahí creció una rosa.
––Esto hay que celebrarlo, vamos a tomar una copa ––sugirió éste.
––No puedo, estoy buscando algo.
––¿Qué cosa?
––Mi corazón.
Su otro yo se abrió la túnica.
––¿Es este?
Y ahí estaba el corazón del mago Zoroastro, colgando de un collar, palpitando y
bombeando sangre, llenando de vitalidad a su otro yo.
––¿Dónde lo encontraste? ––preguntó asombrado el mago su otro yo.
––No lo encontré. Siempre lo he tenido. Recuerda que tú y yo somos uno mismo.
––¿Y por qué me siento vacío?
––Porque tú me expulsaste de tu vida. ¿Lo has olvidado? Desde que aquella mujer te dijo
que no te amaba. Me dijiste que ya no necesitabas el corazón y no me necesitabas a mí.
––¿Me lo devuelves?
Su otro yo volvió a reír, pero esta vez su risa fue sarcástica, y se convirtió en una
serpiente que se arrastró por el suelo y mordió a un avecilla.
––¡No! ––respondió su otro yo a carcajadas antes de evaporarse.
Pero el mago Zoroastro pisó su túnica, le dio un abrazo y se fundieron en uno solo. Nunca
más volvería a estar fragmentado.
Esa vez le rogué a mis papás que me llevaran y ellos accedieron. Así que fuimos. De hecho esa fue la primera vez que visité un museo.
Debo decir que la obra de Remedios Varo me fascinó y me atrapó desde el primer instante. De hecho sigue siendo mi pintora favorita.
La pintura que yo elegí fue esta.
Y aunque ya no recuerdo como iba el cuento, creo que mas o menos se trataba de una niña que entraba a una casa embrujada, donde la silla donde se sentaba tenía un fantasma atrapado que la sujetó de los brazos y no la dejaba salir. Al final la niña se hacía amiga del fantasma.
Pero cuando me enteré que no gané, recuerdo que me sentí muy triste y me puse a llorar. Desde entonces me propuse que trabajaría mucho por convertirme en una gran escritora, y así fue, desde entonces escribí cuadernos con muchas historias, y ahora últimamente llevo 5 libros autopublicados.
Hace unas semanas, me enteré de una convocatoria del museo Marco, para escribir un cuento sobre la obra de Leonora Carrington (que curiosamente, es el mismo estilo de Remedios Varo).
Obviamente participé, pensando que ahora sí me reivindicaría y ganaría.
Pero... otra vez no gané.
Esta vez no lloré, pero no pude evitar sentirme algo triste por dentro. O tal vez es mi niña interior la que está llorando porque no ganó.
Anyway... les comparto el cuento.
FRAGMENTADO
El día que el mago Zoroastro viajó al desierto se encontró consigo mismo. No de manera
metafórica: literalmente se encontró a sí mismo.
El encuentro fue tan incómodo como inquietante. Ocurrió en el pueblo fantasma del
desierto de Gumlom, mientras el mago Zoroastro caminaba en el mercado y los animales
etéreos flotaban sobre los techos de las casas, evaporándose con las nubes.
––¡Hola! ––gritó su otro yo –– ¡Cuánto tiempo!
––Hola ––saludó el mago Zoroastro a su imagen.
––¿No me recuerdas? ¡Soy tú! ––exclamó su otro yo, antes de soltar una sonora
carcajada.
El mago estaba desconcertado. En verdad no lo recordaba.
Su otro yo lo jaló del brazo y le dio un fuerte abrazo, como quien encontrara a un pariente
que no ha visto en años. Pero el mago Zoroastro seguía confundido.
––¿Dónde habías estado todo este tiempo? ––le preguntó su otro yo.
––Eh… siempre he estado en el mismo lugar.
––¿Hace cuánto que no nos veíamos? ¿Hace diez años? No, ¿quince años?
––Eh… no sé.
––Ya sé. Fue hace diecisiete años que dejaste de hablarme. Es una lástima. Nos
llevábamos tan bien…
El mago Zoroastro se rascó la cabeza, confundido. No recordaba a su otro yo, de hecho
era tan diferente a él que no podía creer que fueran uno mismo. Zoroastro era un
reconocido sabio. Vestía una sencilla túnica verde con sandalias de cuero. Su rostro
usualmente reflejaba paz y serenidad, y se jactaba de ser un hombre disciplinado y
estudioso de los pergaminos de la sabiduría. Hasta que un día se despertó vacío. Su
mente estaba llena de conocimientos y hechizos, pero el corazón había desaparecido. Así
que salió en su búsqueda, pensando que lo encontraría por ahí, debajo de una piedra,
escondido en el brillo de una estrella o en el beso de alguna dama.
Pero por más que buscó su corazón, no lo encontró por ningún lado. Así que preguntó a
los demás si acaso lo habían visto, y un hombre de capa negra montado en un león
blanco le sugirió que viajara al desierto de Gumlom, porque en Gumlom van todas las
cosas que se han perdido, como la infancia, la inocencia o el tiempo.
Fue ahí cuando se encontró a sí mismo, a su otro yo. Blanco, parlanchín, irreverente,
poeta y aventurero.
Su otro yo soltó una carcajada. Su risa se sembró en la tierra y de ahí creció una rosa.
––Esto hay que celebrarlo, vamos a tomar una copa ––sugirió éste.
––No puedo, estoy buscando algo.
––¿Qué cosa?
––Mi corazón.
Su otro yo se abrió la túnica.
––¿Es este?
Y ahí estaba el corazón del mago Zoroastro, colgando de un collar, palpitando y
bombeando sangre, llenando de vitalidad a su otro yo.
––¿Dónde lo encontraste? ––preguntó asombrado el mago su otro yo.
––No lo encontré. Siempre lo he tenido. Recuerda que tú y yo somos uno mismo.
––¿Y por qué me siento vacío?
––Porque tú me expulsaste de tu vida. ¿Lo has olvidado? Desde que aquella mujer te dijo
que no te amaba. Me dijiste que ya no necesitabas el corazón y no me necesitabas a mí.
––¿Me lo devuelves?
Su otro yo volvió a reír, pero esta vez su risa fue sarcástica, y se convirtió en una
serpiente que se arrastró por el suelo y mordió a un avecilla.
––¡No! ––respondió su otro yo a carcajadas antes de evaporarse.
Pero el mago Zoroastro pisó su túnica, le dio un abrazo y se fundieron en uno solo. Nunca
más volvería a estar fragmentado.