El pasado lunes, saliendo del trabajo, llegué a un parque a caminar. No traía ropa deportiva, únicamente mis tenis. Por un momento, me despojé de los tacones, y preferí calzarme algo más cómodo, aún y cuando no combinara con mi ropa de oficina.
Bajé del carro. Dejé celulares guardados bajo el asiento. No quería interrupciones. Tampoco bajé mi ipod. Quería tener un poco de silencio, alejarme de las voces estridentes, y sumergirme en los ruidos de los pájaros que regresan a los árboles, en medio de una algarabía y bullicio, platicando entre ellos las últimas novedades del día en un lenguaje indescifrable para los oídos humanos, pero entendible para el corazón. También quería escuchar las risas de los niños, que jugaban en los columpios y resbaladeros, imaginando ser grandes exploradores, ajenos al estrés y preocupaciones que nos embargan a los mayores. Quería escuchar a los adolescentes jugando fútbol, gritando como si fueran a participar en un campeonato. Quería escuchar mis pisadas sobre la hojarasca, el crujido que producía.
Empecé a caminar, y músculos que tenía atrofiados por largas horas de estar sentada en la oficina, empezaron a despertarse, protestando con dolor. Pero aún así seguí caminando. La iglesia comenzaba a tocar el Ave María en altavoces. Miré ese pedacito de bosque urbano, donde los ancianos árboles se entrelazaban sus ramas, dándose un abrazo. Algunos se vestían de rojo o amarillo. Una estatua de Alfonso Reyes daba un discurso imaginario a los que estaban sentados en las bancas.
Seguí caminando, viendo también las casas. Algunas muy bonitas, decoradas con motivos navideños. Otras abandonadas a su suerte, pues sus habitantes desaparecieron y se olvidaron de ellas. La gente seguía yendo y viniendo. Un par de corredores jóvenes pasaron a mi lado. Yo era la única que caminaba contra el sentido de las agujas del reloj. Una anciana con un perro cansado y viejo, me saludó con familiaridad, a pesar de que no me conocía. Vestigios de ese Monterrey antiguo y amable que alguna vez existió.
Seguí caminando, sintiendo el viento frío sobre mi cara, el crash crash bajo mis pies, el calor recorriendo mis venas, y esa sensación de paz mojando mi alma. No necesito pagar gimnasios caros, ni matarme con dietas que no funcionan. Las cosas más disfrutables de la vida son irónicamente, las que no cuestan nada.