miércoles, 16 de febrero de 2011

Monterrey prostituta


Hace rato pasé por la avenida Eugenio Garza Sada, y mi mirada se desvió hacia un colosal edificio de paredes cubiertas de luces de fibra óptica que destellaban centellas de colores como un arcoiris artificial. Estaba flanqueado por proyectores que hacían las veces de faros con haces de luces de un kilómetro. Ni la batiseñal de Batman hubiera sido tan visible como eso. El estacionamiento estaba hasta el tope, no cabía ni un solo alfiler.

Es un casino y hoy fue su inauguración. A mí lo que me sorprende es la tremenda cantidad de personas que acudieron. Hombres y mujeres que creen que con ir a apostar su sueldo en esos lugares dejarán de ser jodidos de una manera divertida y fácil: picándole un botón rojo a una maquinita con monitos y ruidos de trompetas.

Hay como tres o cuatro bibliotecas en Monterrey y su área metropolitana. En cambio, tenemos un chingo de casinos, donde los regiomontanos ilusioriamente creen que por ganar 200, 1000 o 2000 pesos ya salieron de pobres. No se fijan en todo lo que le invirtieron a la pinche maquinita para ganarse esos cuantos pesos. No se fijan tampoco en el mayor recurso que desperdiciaron y que no se les reembolsará jamás: el tiempo. Las horas que pasaron sentados, cuando podrían haber salido a caminar y contemplar los árboles que ahorita ya empiezan a reverdecer; o contemplar las palomas que vuelan entre las calles, o sentarse en una banca a ver pasar a la gente, o comerse un elote con queso y crema, o leer un buen libro, o jugar con sus niños, o platicar con un amigo o amiga, u orar a Dios, o cualquier otra cosa que no sea ir a sentarse a lavar dinero ajeno. Porque para eso son los casinos.

Monterrey pasó a ser una especie de mini-Las Vegas. Todas las noches, Monterrey se maquilla, sale a talonear a las avenidas, a ofrecerse a los mejores postores. Y en las mañanas, amanece como prostituta que se durmió con el maquillaje puesto, con la cabeza despeinada, a recibir los golpes del crimen organizado, que le deja cicatrices en sus calles, en sus edificios, y en su gente, para que luego, al caer la noche, se vista de nuevo de luces y se venda a sí misma.