Regresé al hotel, y me bañé. Abrí mi maleta, para ver qué podía ponerme. Traía entre mi ropa un vestido negro que no había estrenado aún, así que me pareció la ocasión perfecta para ponérmelo. No me maquillé, simplemente me puse el vestido, unas sandalias, y una chalina. Bajé al comedor, y todos me dijeron que me veía bien guapa.
Esta vez me senté junto a un par de señoras que venían de Portugal. Aunque hablaban muy poco español, eran muy amables, especialmente la señora gordita, que me tomó cariño como si yo fuera su hija o algo así. Me platicó cosas de su país, y a su vez, me preguntó sobre Monterrey.
En la cena, decidí pedir una botella de vino para mí. Ya que el vino es la especialidad en Italia, pues me iba a dar la oportunidad de probarlo. Ordené una botella tamaño “picolo” (pequeño), y me la tome toda jajaja. Quedé media ebria. La uruguaya también ordenó otra botella igual.
Después de la cena, mi compañera me propuso ir a caminar por los alrededores, lo que me pareció una excelente idea. La noche estaba deliciosa.
El barrio donde se encontraba el hotel era muy bonito, muy familiar. A pesar de ser las diez de la noche, había muchas personas en la calle, caminando, platicando. Incluso había una tocada, un grupo estaba en una esquina, frente a una glorieta, interpretando canciones de tango, y alrededor, un montón de parejas de viejitos estaban bailando, mientras los demás estaban sentados en las sillas, observando.
Después, fuimos a ver las tienditas que había por ahí, la mayoría eran de ropa, cosas de playa, y souvenirs. Yo andaba riéndome, no sé si por el vino, o si porque simplemente me sentía contenta, o quizá por las dos cosas.
Pasamos frente a una pizzería, y ledije a mi amiga:
-Oye, tengo ganas de probar la pizza. Desde que llegué no he comido pizza y sería un crimen irme de Italia y no hacerlo.
-¿Aunque ya hayamos cenado?
-¡Qué importa! Vamos.
Entramos a la pizzería, y el chavo que nos atendió nos saludó con una gran sonrisa, y nos preguntó que de dónde éramos.
Compramos una rebanada de pizza, y nos sentamos en una de las mesitas al aire libre, de esas con sillas altas.
La pizza estaba deliciosa. La masa crujiente, delgadita, con mucho, mucho queso, y jamón y champiñones.
En ese momento entró al local un chavo guapísimo, que se me quedó viendo. Yo le sonreí, y él correspondió mi sonrisa. Caminó despacio, frente a mí, sin despegarme la mirada. Llegó al mostrador. Yo volteé a verlo, y nuestras miradas se cruzaron. Él sonrió, y yo le devolví la sonrisa. Mi amiga se dio cuenta que yo andaba en la lela. Vio al muchacho, y me dijo en voz baja:
-Ajá. Ahora entiendo por qué no me estás poniendo atención.
El muchacho se acercó despacio hacia nuestra mesa. Se paró junto a mí, me miró, sonrió, y dijo algo en italiano que no entendí.
-Le gustas a Toni. – dijo el pizzero.
Mi amiga y yo nos presentamos. Yo le dije mi nombre, y le dije que era de México, que sólo estaría esa noche en Venecia.
Platicamos muy poco. Él sólo hablaba italiano, no entendía español, y sólo entendía un poco de inglés. Yo sentí química por él, y creo que era mutuo. Él no podía dejar de mirarme, y tocar mi cabello rizado y negro. Yo tampoco podía dejar de ver su sonrisa.
Sin embargo, era tarde, y tuve que regresarme al hotel con mi amiga. Le dejé mi mail escrito en una servilleta, y él me dio el suyo.