domingo, 28 de junio de 2009

Aprender a nadar


Continuando un poco con la reflexión de ayer, sigo releyendo el libro "La princesa que creía en los cuentos de hadas" y curiosamente, redescubrí otra semejanza más.

En el momento en que Victoria y Vicky (quienes en realidad son una misma persona) están en medio del mar, se aferran a un bote viejo que se está hundiendo. De repente, aparece Dolly, un delfín, quien le invita a saltar del bote. Vicky se aterra. No sabe nadar. Dolly le dice que la ayudaría a trasladarse a tierra firme, pero mejor le enseña a nadar, para que en la próxima ocasión que esté en el mar, no se ahogue. La lección de todo esto es: primero, que nadie puede salvarte, sólo tú misma. El hombre ideal, el príncipe azul no vendrá a salvarte, y aunque viniera no puede.

Cuando uno está enferma emocionalmente, aunque aparezca la persona, no podrás disfrutar de nada, ya que tus mismos miedos e inseguridades lo echan a perder. Y peor aún, si esa persona también está enferma emocionalmente, los dos terminan hundiéndose, lastimándose el uno al otro, hasta que se dejan con terribles heridas.

Gracias a Dios, esto último no ha sido mi caso, pero sí me ha tocado que la gente me rehuía por mis inseguridades. Y eso es porque nadie quiere ni aguanta estar al lado de una persona inestable que se pregunta a todo momento si es lo suficientemente guapa o inteligente, si merece tener lo que tiene y que siempre anhela con desesperación lo que no tiene.

Así que eso me lleva al segundo punto: la única persona que puede salvarte eres tú misma, y para empezar a salvarte, necesitas aprender a nadar.

Hace un año, en otro blog que tenía conocí a una persona muy especial que con el tiempo se convirtió en mi mejor amigo. Con él he compartido todos mis secretos y vivencias, pero también vio mi lado oscuro. Él trató muchas veces de salvarme, todos los días, con sus consejos y sus palabras de aliento. Intentó hacerme ver que para poder nadar, primero debía aprender a flotar, dejarme llevar por la corriente, es decir, aceptar mi vida tal como era y disfrutarla tal cual. Pero aunque a veces lo escuchaba, me entraba el miedo y me volvía a hundir. Él me sacaba del agua, apenas respiraba, y otra vez me volvía a hundir, hasta que un día le dije que ya no intentara sacarme del agua, que me dejara ahogarme, que él ni nadie podría salvarme.

Entonces me soltó la mano.

Y me hundí, me hundí, cada vez más, y más, hasta lo más profundo. La luz del sol desapareció y me sumergí en el abismo del océano. Cuando toqué el fondo mis pulmones comenzaron a colapsarse por la falta de aire.

Entonces empecé a mover mis brazos y mis piernas. Yo lo único que sabía es que tenía que salir a la superficie porque el aire se me estaba agotando y ya no podía respirar.

Ahorita puede decirse que tengo la cabeza fuera del agua y me estoy moviendo. Mi amigo está ahí, nadando a mi lado. También otra persona me está enseñando.

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