Como nací y he vivido toda mi vida en Monterrey, aquí nunca se celebra el Día de Muertos. Por su cercanía con Estados Unidos, Monterrey adoptó las fiestas y personajes de allá, como el Halloween y Santa Clos. Por eso el Día de Muertos siempre me pareció algo muy ajeno, que últimamente lo están retomando más como novedad que como tradición.
Sin embargo en estos días tuve la oportunidad de viajar al Distrito Federal y a Puebla y me tocó precisamente ver de cerca esta celebración. En el Distrito Federal, ciudad cosmopolita, que se mueve entre la cultura prehispánica y el arte moderno, en las noches los jóvenes salían maquillados como calaveras. Pintaban sus rostros como calacas, algunos se esmeraban más que otros, especialmente las mujeres quienes se disfrazaban de muertes catrinas sexys, con faldas de tul, botas largas, guantes de red y sombreros elegantes. Los hombres por su parte, algunos iban de traje y sombrero de copa, otros como motociclistas de Harley Davidson. Pero todos ellos se dirigían a la explanada del Palacio de Bellas Artes, a celebrar la antesala del Día de Muertos.
En Puebla, por otra parte, ciudad colonial y religiosa. En sus iglesias esparcían pétalos de cempasúchil. Sus campos, de hecho, brillaban de esas flores naranjas que eran cortadas por los campesinos. En las dulcerías había calaveritas de azúcar, chocolate y amaranto. Y los niños salían a la plaza, disfrazados. "¿Me da mi calaverita?", preguntaban a las personas agitando una bolsa con las monedas que habían recolectado de otros transeúntes.
El altar de muertos en la Presidencia Municipal, de grandes dimensiones, de ofrendas, de figuras de papel maché, y papel picado de colores en el techo. Más flores de cempasúchil. Y en sus panaderías el pan de muerto recién saliendo del horno, espolvoreado con azúcar, algunos rellenos de cajeta o chocolate.
Para ellos es una tradición de siglos, para mí fue una novedad. Quizá porque es una celebración que realmente proviene de mi país, que no fue importada y que tampoco es tan comercial. Desde ahora para mí el Día de Muertos tendrá otro significado para mí.
Sin embargo en estos días tuve la oportunidad de viajar al Distrito Federal y a Puebla y me tocó precisamente ver de cerca esta celebración. En el Distrito Federal, ciudad cosmopolita, que se mueve entre la cultura prehispánica y el arte moderno, en las noches los jóvenes salían maquillados como calaveras. Pintaban sus rostros como calacas, algunos se esmeraban más que otros, especialmente las mujeres quienes se disfrazaban de muertes catrinas sexys, con faldas de tul, botas largas, guantes de red y sombreros elegantes. Los hombres por su parte, algunos iban de traje y sombrero de copa, otros como motociclistas de Harley Davidson. Pero todos ellos se dirigían a la explanada del Palacio de Bellas Artes, a celebrar la antesala del Día de Muertos.
En Puebla, por otra parte, ciudad colonial y religiosa. En sus iglesias esparcían pétalos de cempasúchil. Sus campos, de hecho, brillaban de esas flores naranjas que eran cortadas por los campesinos. En las dulcerías había calaveritas de azúcar, chocolate y amaranto. Y los niños salían a la plaza, disfrazados. "¿Me da mi calaverita?", preguntaban a las personas agitando una bolsa con las monedas que habían recolectado de otros transeúntes.
El altar de muertos en la Presidencia Municipal, de grandes dimensiones, de ofrendas, de figuras de papel maché, y papel picado de colores en el techo. Más flores de cempasúchil. Y en sus panaderías el pan de muerto recién saliendo del horno, espolvoreado con azúcar, algunos rellenos de cajeta o chocolate.
Para ellos es una tradición de siglos, para mí fue una novedad. Quizá porque es una celebración que realmente proviene de mi país, que no fue importada y que tampoco es tan comercial. Desde ahora para mí el Día de Muertos tendrá otro significado para mí.
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