A Francisco lo mordió un hombre lobo.
Todo ocurrió muy rápido. Una noche de luna llena, él salió de una
fiesta. Cuando iba a su coche descubrió a un perro callejero que
olisqueaba la llanta, con intenciones de orinarse ahí. Francisco le
gritó “Sshhskale, váyase de aquí”. Pero resultó que el perro no era
perro, era un hombre lobo, que le gruñó y le mostró los dientes.
Francisco tragó saliva. Hubiera sido muy útil traer consigo una pistola
con balas de plata, ¿pero pues quién se iba a imaginar que había hombres
lobo rondando por su vecindario?
Su mente racional le aconsejó quedarse quieto y mostrar autoridad,
así como César Millán amaestraba a sus perros casi como por arte de
magia y se preguntó si ese truco funcionaría con los hombres lobo, por
lo que le chistó y le ordenó que se sentara. El hombre lobo se enojó
más. Así que ¡al demonio con los trucos de César Millán! Francisco se
echó a correr. Pero como también los hombres lobo olían el miedo, al ver
a Francisco correr, se fue tras él, ladrándole y aullándole. Y
Francisco corría, a como podía, pues tenía años de no hacer ejercicio y
una panza cervecera que pesaba como veinte kilos. Se lamentó de no haber
hecho la dieta que le impuso su hermana la nutrióloga y de haber
abandonado el gimnasio inmediatamente después de pagar la anualidad. Si
al menos hubiera adelgazado, habría tenido mejor condición física para
huir de aquel hombre lobo que ahora lo perseguía.
Y llegó lo inevitable. Francisco se paró, jadeando y sin aire, y el hombre lobo lo mordió.
Francisco llegó a su casa, adolorido y cansado. Se miró la herida en
la pantorrilla. Se desinfectó con alcohol e imploró que el hombre lobo
no tuviera rabia porque él no quería ponerse inyecciones. Aunque luego
se dio de topes en la cabeza. ¿Se preocupaba por la rabia en lugar de
preocuparse por convertirse en un hombre lobo? Qué tonto.
Al día siguiente, Francisco despertó como si nada. De su aventura de
la noche anterior solo quedaba la resaca y el dolor de la mordida, pero
no era tan intenso como para faltar al trabajo, así que se vistió y se
fue a la oficina. Allá le platicó a Adrián, su amigo, lo que le había
pasado después de la fiesta. Como era de esperarse, no le creyó y le
dijo que probablemente lo había alucinado de tan borracho que estaba.
Francisco pensó que tal vez su amigo tenía razón y dio por olvidado
el asunto. Sin embargo, una serie de extraños síntomas ocurrieron
después. El vello y la barba se volvieron más abundantes, las uñas le
crecieron y sentía un irresistible antojo a la comida para perro y un
odio a los gatos. ¿Eso era normal?
Como sus cambios se estaban volviendo más evidentes, decidió
consultar con un médico pero éste le dijo que no atendía ese tipo de
casos así que fue con un veterinario. Éste, después de una serie de
análisis, concluyó que efectivamente se estaba convirtiendo en un hombre
lobo y que no había cura para eso más que suicidarse con una bala de
plata. Sin embargo, le dijo que no se preocupara ya que los hombres lobo
se estaban poniendo de moda gracias a Stephenie Meyer y sus novelas de
Crepúsculo y que eso lo haría muy popular entre las mujeres.
Resignado, Francisco volvió a su casa, aunque también pensó en la
posibilidad de atraer más mujeres con su nueva transformación. Se
imaginó como un hombre lobo velludo, fuerte y musculoso, con un abdomen
de lavadero. Sería la envidia de los demás.
Y marcó cada día del calendario, esperando la luna llena con ansias,
hasta que finalmente llegó. Y… ¡oh sorpresa!, no se convirtió en el
hombre lobo que imaginaba. Seguía siendo flácido y panzón pero con la
diferencia de que ahora estaba lleno de pelo.
Aun así tuvo suerte. Las mujeres al verlo exclamaron ¡Qué bonito
perrito!, ¡Ternurita!, ¡Cosha!, y lo abrazaban, le hacían piojito y en
invierno le tejían suéteres de colores.
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Todo ocurrió muy rápido. Una noche de luna llena, él salió de una fiesta. Cuando iba a su coche descubrió a un perro callejero que olisqueaba la llanta, con intenciones de orinarse ahí. Francisco le gritó “Sshhskale, váyase de aquí”. Pero resultó que el perro no era perro, era un hombre lobo, que le gruñó y le mostró los dientes. Francisco tragó saliva. Hubiera sido muy útil traer consigo una pistola con balas de plata, ¿pero pues quién se iba a imaginar que había hombres lobo rondando por su vecindario?
Su mente racional le aconsejó quedarse quieto y mostrar autoridad, así como César Millán amaestraba a sus perros casi como por arte de magia y se preguntó si ese truco funcionaría con los hombres lobo, por lo que le chistó y le ordenó que se sentara. El hombre lobo se enojó más. Así que ¡al demonio con los trucos de César Millán! Francisco se echó a correr. Pero como también los hombres lobo olían el miedo, al ver a Francisco correr, se fue tras él, ladrándole y aullándole. Y Francisco corría, a como podía, pues tenía años de no hacer ejercicio y una panza cervecera que pesaba como veinte kilos. Se lamentó de no haber hecho la dieta que le impuso su hermana la nutrióloga y de haber abandonado el gimnasio inmediatamente después de pagar la anualidad. Si al menos hubiera adelgazado, habría tenido mejor condición física para huir de aquel hombre lobo que ahora lo perseguía.
Y llegó lo inevitable. Francisco se paró, jadeando y sin aire, y el hombre lobo lo mordió.
Francisco llegó a su casa, adolorido y cansado. Se miró la herida en la pantorrilla. Se desinfectó con alcohol e imploró que el hombre lobo no tuviera rabia porque él no quería ponerse inyecciones. Aunque luego se dio de topes en la cabeza. ¿Se preocupaba por la rabia en lugar de preocuparse por convertirse en un hombre lobo? Qué tonto.
Al día siguiente, Francisco despertó como si nada. De su aventura de la noche anterior solo quedaba la resaca y el dolor de la mordida, pero no era tan intenso como para faltar al trabajo, así que se vistió y se fue a la oficina. Allá le platicó a Adrián, su amigo, lo que le había pasado después de la fiesta. Como era de esperarse, no le creyó y le dijo que probablemente lo había alucinado de tan borracho que estaba.
Francisco pensó que tal vez su amigo tenía razón y dio por olvidado el asunto. Sin embargo, una serie de extraños síntomas ocurrieron después. El vello y la barba se volvieron más abundantes, las uñas le crecieron y sentía un irresistible antojo a la comida para perro y un odio a los gatos. ¿Eso era normal?
Como sus cambios se estaban volviendo más evidentes, decidió consultar con un médico pero éste le dijo que no atendía ese tipo de casos así que fue con un veterinario. Éste, después de una serie de análisis, concluyó que efectivamente se estaba convirtiendo en un hombre lobo y que no había cura para eso más que suicidarse con una bala de plata. Sin embargo, le dijo que no se preocupara ya que los hombres lobo se estaban poniendo de moda gracias a Stephenie Meyer y sus novelas de Crepúsculo y que eso lo haría muy popular entre las mujeres.
Resignado, Francisco volvió a su casa, aunque también pensó en la posibilidad de atraer más mujeres con su nueva transformación. Se imaginó como un hombre lobo velludo, fuerte y musculoso, con un abdomen de lavadero. Sería la envidia de los demás.
Y marcó cada día del calendario, esperando la luna llena con ansias, hasta que finalmente llegó. Y… ¡oh sorpresa!, no se convirtió en el hombre lobo que imaginaba. Seguía siendo flácido y panzón pero con la diferencia de que ahora estaba lleno de pelo.
Aun así tuvo suerte. Las mujeres al verlo exclamaron ¡Qué bonito perrito!, ¡Ternurita!, ¡Cosha!, y lo abrazaban, le hacían piojito y en invierno le tejían suéteres de colores.