Ultimamente me cuesta mucho aceptar los cambios. Creo que eso es algo que se vuelve más común a medida que envejecemos. Nos acostumbramos a las rutinas, a las personas, a los lugares, que cuando estos cambian o desaparecen, sentimos un poquito de nostalgia.
Cerca de mi casa, había un puesto de hamburguesas al carbón, muy sabrosas y de estilo casero. El lugar tenía casi treinta años, primero fue atendido por un señor y después por su hijo.
Yo solía comprar hamburguesas ahí, al menos una o dos veces al mes, los fines de semana. Los precios eran económicos y el sabor muy bueno.
Resulta que este fin de semana anunciaron el cierre. Se despidieron de los vecinos y de obsequio de despedida regalaron donas.
Yo alcancé a comprar el último día, y sentí un poco de nostalgia saber que ya no volvería a probar estas hamburguesas tan ricas. Que esta era la última vez.
Y es que como el negocio tenía tantos años, es inevitable asociarlo también con mi propia infancia y adolescencia. El pasar por ahí, de noche, y ver el humo del asador y oler el aroma de la carne.
Este año ha sido un año de cambios y algunas pérdidas.
Espero que el siguiente cambio no se trate de algo que se vaya, sino de algo bonito que llegue.
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